dilluns, 25 de novembre del 2013

La muerte del verano más largo


“Pues esa es la primera flor del primer día de nuestra nueva vida. ¿Merece o no una foto?”
Desconecto el e-book, he llegado al final del relato justo en el momento en el que mi metro llega a la Plaza España. Una riada de gente me arrastra escaleras arriba, de repente un chico baja las escaleras corriendo salvajemente. Cerca del final se tropieza y cae, a punto de arrastrar consigo a varias personas que subían. La gente se detiene, observa, y una vez han satisfecho su curiosidad continúan su camino, escalón tras escalón, como un rebaño que mansamente se dirige al matadero. Arriba, dos seguratas se asoman a las escaleras. “Menuda leche se ha metido el gilipollas” comenta uno de ellos, él otro sonríe y los dos vuelven tranquilamente al control de billetes. Varios interventores han puesto a los viajeros que salen en cola y revisan que sus billetes sean válidos. La situación no deja de ser humillante, hacer cola para que comprueben que no te has colado, a mi mente me vienen tres palabras, “hijos de puta”. Sí, lo sé, son unos mandados. También los matones cumplen órdenes, incluso los terroristas, ¿no? Para mí no tienen excusa. Los he visto acorralar como lobos a un chaval que en pleno ataque de pánico se bajó a las vías para evitar que lo cogieran. ¿Realmente era necesario llevar a una persona hasta ese punto con tal de meterle una multa por colarse en el metro? Cada día se cuelan miles de personas, miles, y a este pobre miserable casi se lo lleva un tren por el exceso de celo de unos capullos, mientras que en otras estaciones vigilantes mal pagados hacen la vista gorda mientras se le cuelan delante de sus narices. Así es esta sociedad, lo que para muchos es un gesto gratuito a otros puede costarle la vida.
Con esta reflexión me planto en la bifurcación del túnel entre Creu Coberta y Tarragona. Allí en medio un hombre de unos sesenta años toca una guitarra española, nadie se detiene a escuchar o a tirarle unas monedas, yo tampoco, tengo prisa por llegar a la oficina y fichar antes de las nueve. Salgo a la calle y la zona junto a la entrada al hotel Plaza es un hervidero de gente, taxis que esperan y bicicletas que cruzan entre los peatones a toda velocidad. Miro al tráfico, en medio de la plaza, inalcanzable, se encuentra la estatua que soy incapaz de interpretar. Tantos años y aún no sé qué significa. El cielo está gris, es un lunes como Dios manda, triste y desangelado. Camino unos doscientos metros a paso rápido hasta llegar a las oficinas. “Buenos días”, ya han llegado casi todos, conecto el ordenador y le pego un par de golpecitos para que espabile. Me quito la chaqueta mientras espero que aparezca la pantalla para escribir mi usuario y contraseña. Rezo por no equivocarme y tener que esperar medio minuto más para volver escribirlo. Carga la pantalla del escritorio y me lanzo a abrir el navegador, en la intranet vuelvo a escribir mi usuario y contraseña, ya está, ya he fichado. Ahora ya puedo sentarme tranquilamente en mi sitio, sacar las cosas y saludar a mi compañera. Después de eso me quedo mirando por la ventana que tengo enfrente. Hay un edificio, unos balcones. En uno de ellos hay un par de triciclos, abandonados a la lluvia que amenaza con caer durante el día de hoy.  “¿Qué te pasa?, Pareces catatónico” mi compañera me mira con una sonrisa en la boca. Yo despierto y la miro. “Se acabó el verano” le digo, ella me sigue mirando extrañada. “¡Hombre, ya tocaba, estamos en noviembre!”.
Quiero contestarle “Sí, pero aunque llegue tarde, el frío siempre es el frío y pronto nos olvidaremos de los días de calor”, pero las palabras no me salen. Hace dos semanas no tenía ese trabajo, aún estaba en el verano más largo de mi vida. Pero hoy, hoy ya es invierno y el calor ha dejado de ser un problema para convertirse en una bendición. 

Licencia de Autor