divendres, 16 d’octubre del 2009

Érase una vez...

Érase una vez, una criatura modelada para sobrevivir sirviéndose básicamente de su inteligencia.
En un principio, tuvo que aprender a esconderse de  enemigos que le superaban en fuerza y velocidad. Con el tiempo, su intelecto le permitió fabricar utensilios con los que enfrentarse a estos enemigos. En ese momento, el hombre, pues ese era el nombre de la criatura, dejó de esconderse para erguirse y demostrar al resto de criaturas que ya no era un simple recolector, se había ganado el respeto del resto de especies.
Pasó el tiempo, la inteligencia del hombre crecía exponencialmente  y, cada vez a un ritmo más frenético,  aprendió a fabricar utensilios cada vez más complejos, que le permitieron ser cada vez más poderoso. Con ellos, ya no solo buscaba el respeto del resto de criaturas, sino que exigía el derecho a dominarlos; de este modo, el hombre dejaba de ser un animal cualquiera, una criatura más de la Creación.
 Tras millones de años de lenta evolución, el hombre dejó de avanzar con pasos titubeantes para convertirse en un gigante cuyas grandes zancadas hacían temblar el mundo. Con sus logros conquistó la tierra, el mar y el aire. Su poder llegó a ser tan grande que comenzó a valorar la posibilidad de dominar, no ya el mundo, sino el universo. El siguiente desafío era codearse con los dioses. Consiguió dominar las leyes de la genética: los seres vivos podían ser clonados, creados a la carta, con vidas cada vez más largas y cuerpos más perfectos.
Pero durante todo este progreso técnico, el hombre olvidó que también debía avanzar éticamente. Por el camino olvidó educar a sus hijos, para que estos a su vez pudieran educar a los suyos. El hombre olvidó lo que significaba el respeto por su entorno y por las demás criaturas. En cambio,  se obsesionó por dominar a sus iguales, esclavizarlos, humillarlos o hacer de ellos juguetes con los que jugar según su voluntad. Además, acabó perdiéndose en sus propias realidades virtuales, que nada tenían que ver con el mundo real. Hasta los hombres más inteligentes se volvían seres asociales que ni siquiera hubieran sabido subsistir en el mundo primitivo, que no sabían las reglas básicas para sobrevivir por sí solos. Si al principio el hombre deseó alcanzar el poder de los Dioses por un instinto de supervivencia y la necesidad de buscar la perfección, al final la idea se corrompió por un egoismo despiadado por el cual cada hombre buscaba convertirse en un ser superior a los demás.
Una nueva raza de hombres, soberbios, egoistas y crueles, colonizó el mundo. Para ellos, todo estaba permitido, no había límites morales ni éticos. Esta nueva raza dominaba al resto de población humana, sumida en la ignorancia o sin energías para luchar, cada vez más solos, contra el poder de estos déspotas.
Cuando la crueldad y el egoismo del hombre acabaron con los recursos del planeta, su inteligencia estaba tan corrompida que no fue capaz de comenzar de nuevo desde la base por la que habían comenzado sus antepasados, mucho más primitivos pero más prácticos. En vez de ello, el hombre se dedicó al pillaje, el carroñeo y al abuso, todo para subsistir. El resto de seres que habían conseguido sobrevivir a la soberbia humana se hicieron cada vez más fuertes, mientras que el ser humano se hundía en un estado de recesión intelectual.
Al final, otra especie heredaría el trono que el ser humano dejara libre como rey del planeta. Quién sabe si algún día el hombre volverá a heredar ese trono de nuevo.

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