diumenge, 27 de desembre del 2009

Las uvas

Frente a mí tenía las malditas uvas: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce. Doce uvas, para comérmelas en doce segundos, y con mi dentadura postiza. Hay que ser mal nacido para ingeniar una tradición que te obliga a atragantarte nada más empezar el año. Mientras el resto de mi familia ha cogido la manía de comer uvas peladas y sin pepitas, yo sigo encabronado en comerme las uvas tal cual, como he hecho toda la vida.
Con el paso del tiempo, yo mismo me he creado mi propia tradición alrededor de las doce uvas. En vez de pensar en doce deseos decidí pensar en hechos importantes de mi pasado. Siempre he considerado que para seguir adelante es bueno echar una mirada hacia atrás que nos sitúe en el camino de la vida. Así, mientras engullo cada uva, evoco algún hecho pasado que considero digno de recordar.

- ¡Los cuartos, los cuartos!

Este es mi nieto, David, emocionado como un niño aunque ya tiene veinte años. El pobre creo que nunca madurará.

Por la televisión, el presentador nos informa que ya están sonando los cuartos, mientras David no deja de gritar “¿Lo veis?, ¿Lo veis?”. Está comenzando a tocarme las narices.
Como marca la tradición, el presentador no se entera del momento en que dejan de sonar los cuartos para empezar a sonar las doce campanadas. Menos mal que David nos informa a grito pelado:

- “¡Que empiezan ya!, ¡atención!”

- ¡Tooooong! – Pienso en el día en que conocí a mi mujer, bailando en las fiestas de su pueblo. Ella siempre recordaba que en el mismo momento que me miró a los ojos supo que yo iba a ser su marido.

- ¡Tooooong! – La primera vez que me acosté con ella. La verdad es que ese día la cosa fue un desastre, ambos éramos un manojo de nervios, pero recuerdo ese momento con mucho cariño.

- ¡Tooooong! – El día de mi boda. No fue nada especial pero me ilusionó ver tantos amigos a nuestro alrededor. Intentamos que no tuviera que venir nadie que no quisiera venir. Así que los que nos juntamos éramos gente que nos lo queríamos pasar bien.

 - ¡Tooooong! – La primera vez que me acosté con una mujer, unos años antes de conocer a mi mujer. ¡Qué mal me porté con ella!, en verdad sólo me interesaba el sexo, mientras ella estaba realmente enamorada de mí. Menos mal que el destino nos purga haciéndonos víctimas de nuestros propios pecados.

- ¡Tooooong! – El día que marché a la mili. Durante todo ese día me sentí acobardado y asustado, sin saber dónde cojones me llevaban esos cabrones de uniforme. Vaya año de mierda perdido por el capricho de unos cuantos hijos de puta que, cuando les tocaba a sus hijos ir a filas, hacían todas las trampas posibles para que la evitaran o para que les tocara en el mejor puesto posible.

- ¡Tooooong! – El día que nació Joaquín, mi primer hijo.

- ¡Tooooong! – La primera vez que engañé a mi mujer, unos cuantos años después de casarme con ella, cuando el amor ya no era más que una flor marchita y el silencio convivía entre nosotros. Como cuando lo probé por primera vez, mi única obsesión era el sexo, no buscaba reemplazar el amor, nunca dejé de amar a María.

- ¡Tooooong! – El día que María murió. Ese día sentí una mezcla agridulce de dolor, soledad y alivio por su descanso tras una larga enfermedad en la que el amor latente volvió a resurgir con fuerza entre nosotros. En los momentos más extremos se nos muestran las emociones a flor de piel.

- ¡Tooooong! – El día que….¡mierda!, se me ha atragantado la maldita uva.

- Arg! Arg!

- ¡Tooooong! – no me jodas, me ahogo, esto es ridículo.

- Aaaarg!

- ¡Feliz año nuevo!

- ¡Feliz año nuevo!

- Abuelo, ¿qué te pasa?, ¡el abuelo está ahogándose!, ¡qué alguien haga algo!

- Ha perdido la conciencia…creo que no tiene pulso...

diumenge, 20 de desembre del 2009

Nochebuena

Esa mañana del 24 de diciembre, Alicia se sentía con muchas ganas de vivir la navidad, así que vistió a su niño con unas cuantas capas de ropa, lo puso en el cochecito y salió a comprar los últimos regalos para esa noche. Eran las primeras navidades que Hugo iba a vivir conscientemente, con casi dos añitos y medio, y su madre tenía muchas ganas que llegase la hora de los regalos para poder ver a su hijo agitándose de alegría. Era un día espléndido, frío y soleado, de los que animan a caminar por las calles del centro de Barcelona. Su marido, Xavi, trabajaba esa mañana y hasta el mediodía no estarían los tres reunidos.
Alicia se acercó al Mercat de la Boqueria y allí comenzó a dar vueltas entre las diferentes paradas. En una de ellas se encontró con una mujer de unos sesenta años, muy amable, que le regaló un par de mandarinas a su hijito Hugo. Alicia no vió nada excepcional, sólo una señora mayor con un gesto tierno hacia su niño, pero, sin embargo, Hugo veía más: él veía un aura diferente en esa mujer, un aura como el que él veía siempre que su mamá le ponía delante de un espejo.
Más adelante, los dos pasan delante de una parada de compra-venta de libros usados, el dueño de la misma ve pasar a madre e hijo y les hace un comentario:
¡Vaya, vaya!, no sé si es más guapo el churumbel o la mamá. ¡Qué suerte tiene el padre!


Alicia mira al hombre y responde con un gracias de compromiso, mientras piensa en el mal rollo que le da ese individuo, sin saber por qué. Pero Hugo ve más allá, y también puede observar el aura diferente de este hombre: un aura negra, siniestra, diferente al dorado suyo. Un temblor recorre la espina dorsal del niño, que en ningún momento llega a llorar.
El hombre se queda pensativo, con una media sonrisa dibujada en su boca, una mueca que a cualquiera le hubiese parecido un gesto amable, pero sin embargo, un pensamiento malvado cruza su mente.


Alicia sale del recinto del mercado y sigue paseando por el centro de Barcelona. En breve se encontrarán con Xavi, y los tres juntos irán a hacer los últimos preparativos para la nochebuena, sin saber que las fuerzas del universo les están observando constantemente.

dimarts, 15 de desembre del 2009

¿Superman?

Aquí estoy, en la cafetería de la estación central de Metropolis. Sentado en la
barra del establecimiento, no dejo de darle vueltas con la cucharilla a mi
capuchino, mientras mentalmente también le doy vueltas al momento vivido
un par de horas antes:
Esta tarde, oculto bajo mi humana identidad de Clark Kent, observaba atónito
como unos malhechores secuestraban a un joven, de unos quince años, y se lo
llevaban a toda pastilla en un coche, a plena luz del sol, en una avenida
repleta de gente. Tras perder medio minuto en buscar una cabina y mudar mi
ropa para transformarme en Superman, he alzado el vuelo para poder
detectar el coche de los rufianes con mi supervista. No he tardado ni un
minuto en dar con ellos. Entonces me he precipitado sobre el vehículo y los he
frenado tensando al máximo mis supermúsculos. Uno por uno les he ido
propinando unos buenos puñetazos hasta que todos han dado con sus huesos
en el suelo. Ha sido entonces cuando el chico ha salido del coche, abnegado
en lágrimas.
- No te preocupes chico. Estos malandrines ya no te harán daño.
- Gracias Superman. Eres mi heroe.
En ese momento, el chico se ha abalanzado sobre mí y me ha abrazado. He
imaginado que el pobrecillo seguía en shock y le he devuelto el abrazo para
tranquilizarle y reconfortar su ánimo. En ese momento, él ha acercado su
boca a la mía...y me ha besado en los labios. No entiendo que me ha pasado
pues no he podido despegarme de su boca, ni siquiera lo he intentado. Mi
cerebro ha intentado luchar contra mi voluntad, pero el esfuerzo ha sido
inútil. He abierto mi boca para permitir que su lengua se encontrara con la
mía, he notado su respiración entrecortada...o quizás era la mía, o quizás
ambos, pues por unos segundos que me han parecido una eternidad, nuestros
cuerpos han sido uno. La sensación de notar su lengua jugueteando en mi
paladar, el gusto de su aliento juvenil, sus labios humedos contra los
míos...Por suerte, las sirenas de la policía que se acercaba me han forzado a
usar toda mi superfuerza para separarme de ese chico. Nos hemos quedado
mirándonos fijamente, en silencio, mientras la policía salía corriendo de los
coches. Sus ojos verdes expresaban admiración, ilusión…..deseo, y en sus
labios, aquellos que un momento antes habían destrozado los fundamentos de
mi razón, se dibujaba una sonrisa angelical de complicidad.
Ese gesto ha movido los engranajes de mi cerebro, y de repente he
comenzado a pensar en todo aquello que sustenta mi lógica: la senda cristiana
y conservadora que había aprendido de mis padres adoptivos, el amor por mi
patria, estandarte de este mundo civilizado que he jurado defender con mi
vida. Hasta ese momento, siempre había tenido muy claro lo que estaba bien
y lo que estaba mal. Y en un abrir y cerrar de ojos, esa división se había
derrumbado por la fuerza de los labios de un joven quinceañero de ojos
verdes y sonrisa agradable.
Y ha sido aquí donde me he dicho “¡Qué demonios!, no voy a dejar que otros
dirijan mi camino”, y sin pensármelo ni un segundo más, le he metido un superpuñetazo al chaval que casi le arranca la mandíbula. Me he dado la
vuelta y me he marchado sin mirar atrás…evitando mostrar la erección que se
marcaba en mi superpaquete.
Ahora estoy aquí, en esta cafetería, dándole vueltas a mi capuchino frío,
mientras pienso en esa escena, y una sonrisa me viene a los labios. Quizás
debería ir al lavabo, dar rienda suelta a mi imaginación, y a partir de ahí
olvidarme de este asunto. Al fin y al cabo, Superman no se puede permitir
dudar de su sexualidad.

dijous, 10 de desembre del 2009

El vagabundo

Esa tarde había cogido el metro. Debía cruzarme toda la linea 1 y el camino en moto era demasiado largo por lo que me decidí por volver a mis orígenes,  a veces no queda más remedio que juntarse con la plebe, como dirían algunos, bueno, la mayoría de usuarios urbanos de motocicleta y turismo.
Desconfiadamente miraba a un lado y a otro, intentando adivinar quién sería el ratero de turno que intentaría birlarme la cartera o el móvil, y también atento a cualquier estornudo que me pudiera identificar alguna fuente de contagios. Poco a poco me fui relajando, llegando al punto de sentarme cuando llevaba unas pocas paradas de trayecto. Pero nada más sentarme, la señorita del asiento vecino se levantó y, al abrirse las puertas en la siguiente estación, un individuo de mediana edad con malas pintas se sentó a mi lado. Yo no sabía que hacer, si me levantaba, el individuo podía sentirse ofendido y me montaría un escándalo, y si no me levantaba, podía ser la víctima de algún engaño por su parte. Mi nerviosismo iba en aumento al observar de reojo que el hombre me miraba fijamente, de una forma groseramente descarada. De pronto me preguntó:
- ¿Se encuentra usted bien?
- Perfectamente, gracias.
- Se le ve nervioso. Espero que no le moleste mi presencia.
- No, tranquilo.
- Es que parece que le moleste, pero no sé por qué le iba a molestar. Tengo tanto derecho como cualquiera a coger el metro. Quizás pueda pensar que no he pagado mi billete.
- No, no, en absoluto.
- ¿Coge usted mucho el metro?
- No, tengo vehículo propio.
- Ya veo. Se nota que no está acostumbrado a relacionarse con según que gente.
- Yo no he dicho eso.
- Pero lo ha pensado. Seguro que también piensa que yo soy un borracho pordiosero que no tiene dónde caerse muerto. ¿Verdad?
- ¡Por supuesto que no!
- Pues, ¿sabe qué?, aquí donde me ve, yo hace cinco años tenía una vida como la suya. Cada día iba a mi trabajo bien remunerado, con corbata y americana, con el objetivo de crecer en la empresa para  llegar a la cima. Hasta que un día comprendí algo.
- ¿El qué?
- ¿el qué qué?
- ¿Qué comprendió?
- Ah….pues que no había cima. Que a lo máximo que podía aspirar era a entrar en un bucle de chupar pollas y clavar puñales por la espalda, sin dar la espalda a nadie para que no me los clavasen a mí. De repente, ese día, comencé a sentirme desmotivado por la competición laboral, y a partir de ese momento mi vida comenzó a ir a la deriva, desorientado por la falta de objetivos materiales.
- ¿Quiere decir que todo esto le sucedió de repente?
- Bueno, no exactamente. En realidad el proceso fue una especie de degeneración progresiva del sentimiento de responsabilidad. Vamos, que día tras día, mi apatía hacia el trabajo crecía, por mucho que intentara animarme a mí mismo fingiendo que podía volver al círculo, que, al fin y al cabo, el trabajo era el medio para pagar mis facturas y mis caprichos, y eso ya era suficiente motivación. Hasta que un dia me sonó el despertador y me lo quedé mirando, tumbado en la cama, sin ni siquiera hacer el esfuerzo de apagarlo. Mi cuerpo no reaccionaba a ningún estímulo. Me di cuenta que prefería vivir en la miseria, pero libre, a mantenerme toda la vida atado a un servilismo anónimo, en el que ni siquiera conoces la cara de la persona que decide tu futuro. Supongo que en todo esto tuvo mucho que ver que no estaba ligado a ninguna otra persona, eso me facilitó el poder tomar una decisión radical. Desde entonces ya no he vuelto a aquella maldita oficina; desconecté los teléfonos para que nadie me agobiara con las típicas preguntas vomitivas. Tras continuar una semana tirado en la cama sin saber qué hacer, me levanté una mañana, fui al banco a sacar todos mis ahorros y me fui con lo puesto a dar una vuelta por el mundo. Desde entonces no tengo coche, no tengo ordenador, no tengo móvil, no veo la tele. La única música que escucho es la que puedo oír gratis, de los músicos callejeros, en las tiendas, en los bares. Me alimento de la comida en buen estado que la gente desprecia, aprovecho las ropas y otras cosas que otros tiran porque ya no les sirve, porque han comprado algo mejor. A cambio, nadie me dice lo que tengo que hacer, puedo ir a donde yo quiera, y no tengo prisas. Siempre voy andando a los sitios a menos que me apetezca dar una vuelta en metro o en autobús, como es el caso de hoy.

En ese momento, el metro llegó a una parada en la que entraron en el vagón cuatro chicos de indumentaria neofascista, que rápidamente clavaron sus ojos en mi vecino de asiento. Uno de ellos le dijo:

- ¡Eh, pordiosero!, ¿estás molestando a este hombre?

El hombre se lo quedó mirando pensativo, mientras yo balbuceaba:
- ¡No pasa nada, todo está bien!
- ¡Ahora mismo te vas a levantar y te bajas del metro en la próxima estación!. No queremos que apestes nuestro vagón.

El hombre siguió sentado, mirando al skin con aire de no comprender nada. El skin siguió su acoso:
- Además de sucio, subnormal. Como no te levantes te voy a romper la cabeza, gilipollas.

El vagabundo le siguió mirando, con sus ojos catatónicos, hasta que el skin amagó un tortazo, y sus ojos pestañearon. En ese momento el convoy llegaba a la siguiente estación.
El vagabundo se levantó ante la atenta mirada triunfal de los skins.

Salió del convoy recibiendo algún que otro empujón y un par de collejas de los valientes chicos, que podían haber sido sus hijos, de haber fornicado veinte años antes con la ramera del Diablo, claro.

Justo un momento antes de cerrarse las puertas se giró hacia los pelaos, y en un rápido movimento sacó algo de uno de los bolsillos de su gabardina marrón y  lo lanzó hacia el vagón. Una bola de acero, algo más grande que una canica, se estrelló contra la frente del skin que había acosado al hombre. El joven cayó al suelo aturdido, mientras sus amigos se lo quedaban mirando con la boca abierta. El hombre aún tuvo tiempo de dedicarles un monumental corte de mangas a los cuatro tipejos mientras las puertas se cerraban y el convoy comenzaba a moverse. Tan alelados se quedaron que ni siquiera pensaron en tirar de la manilla de emergencia para detener el metro y que se abrieran las puertas.

En esos momentos me prometí que nunca más volvería a coger el metro.

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