dijous, 19 de novembre del 2009

El niño y el cura (parte 1 de 2)

Un sol implacable quema la resignada meseta castellana. Todas las tardes se repite la misma historia. La gente de esta zona está acostumbrada a las condiciones extremas del verano y también a las del invierno, unas y otras tienen en la  tierra el mismo efecto que en las personas, los cuartean generando con el tiempo unos profundos surcos secos en su piel.
En uno de esos pueblos de la meseta, esta tarde, a la sombra de la pared de una casa de adobe,  se sienta sobre un banco de piedra fresca un muchacho que no debe llegar a los diez años, con un botijo al alcance de sus pequeñas manos. El muchacho está sentado mirando al horizonte, como si viera más allá del trigo que se levanta amarillo en los campos lejanos pidiendo ser segado antes de que sea demasiado tarde y sus espigas se quemen al sol. Este muchacho parece estar esperando la llegada de alguien, tranquilo, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, lo contrario de lo que se podría pensar del comportamiento de un niño de su edad.
Se sienta con las manos recogidas sobre su regazo, la espalda recta, como se sentaría un alumno aplicado en la clase mientras escucha atentamente a la profesora, al acecho de las preguntas de ésta, deseando ser el más rápido en alzar el brazo para poder contestar.
Si hubiésemos estado aquí durante los últimos quince días, podríamos haber visto al niño sentado en la misma posición cada tarde, esperando y esperando tranquilamente, sin perder la paciencia.
Si hubiésemos preguntado a la gente del pueblo quizás, con suerte, nos hubiesen contestado que Anesti es el único niño del pueblo, y que sus padres murieron ya de viejos, aunque él acaba de cumplir nueve años. Su madre tenía más de setenta años cuando dio a luz a su único hijo. Su padre ya había muerto cuando su madre aún no había comprendido que estaba embarazada. Ni siquiera tenía el ciclo desde hacía más de un cuarto de siglo. Nadie entendió lo  que había sucedido, pero más que hablar de un milagro, la gente callaba dando por sentado que ese niño estaba marcado por Dios o el Diablo.
El día antes que Anesti cumpliese cinco años, su madre murió. Nadie se quiso hacer cargo del muchacho, pero todos los habitantes del pueblo cumplieron una especie de pacto no firmado para llevarle cada semana alimentos y ropa usada, para que pudiera subsistir por su cuenta en la casa de sus difuntos padres. La llegada del niño tampoco había traido más mala suerte al pueblo de la que ya tenía, sus cosechas eran tan pobres como siempre habían sido, y tampoco había variado mucho el número de habitantes, pues lo jóvenes hacía décadas que habían huído a las ciudades, y en el pueblo sólo quedaban ancianos…excepto este niño, con lo que el pueblo se había ido desertizando poco a poco, de entierro en entierro.
Anesti nunca ha ido al colegio, pues el pueblo no tiene escuela y no hay ningún otro pueblo en más de ochenta kilómetros que de ella disponga. Nadie le ha enseñado a leer ni a escribir, a sumar o a restar. Su escuela es el campo, pues se dedica a cultivar las tierras heredadas de sus padres. Al poco de morir su madre, los lugareños comenzaron a ver como el muchacho les observaba atentamente mientras ellos trabajaban la tierra, fijándose en cada una de sus tareas. A la semana siguiente ya estaba trabajando la tierra de la misma manera que había visto a sus vecinos trabajarla, pero parecía ser que él había perfeccionado la técnica, pues ,desde entonces, sus cosechas siempre habían sido mejores y más abundantes. En cada estación, él observaba a sus vecinos realizar las faenas que tocaban para más tarde aplicarlas él a su manera consiguiendo mejores resultados.
En verano, siempre dedicaba las mañanas a trabajar en sus tierras, y por las tardes se iba a bañar solo al riachuelo que pasaba cerca del pueblo, a jugar con la poca agua que por allí fluía.
Pero los últimos quince días, el muchacho había cambiado su costumbre de ir al riachuelo por la de quedarse sentado a la sombra de su casa esperando …. pero, ¿esperando qué o a quién?
 Por el horizonte se empiezan a divisar las primeras nubes que dan aviso de la cercanía de una tormenta. Pero el muchacho no mira las nubes en ese momento, su atención se ve atraida por el sendero que se pierde en el horizonte, un sendero por el que se comienza a ver una figura acercarse; dicha figura, poco a poco, se va haciendo más grande, pasando de ser un punto negro a definirse como la silueta de una persona alta apoyada en un largo bastón, vestida de negro y con un sombrero de ala ancha también negro en su cabeza.
Desde que el muchacho comienza a divisar la figura en la lejanía que se acerca, hasta que ésta se para a pocos metros de él, habrá pasado una media hora larga.
- Hola Anesti, porque te llamas así, ¿verdad?

(Sigue en : El niño y el cura - parte 2)

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