“Punto final”. Pulsé sobre el icono de impresión y tomé un largo sorbo
de café mientras esperaba que apareciese aquel documento sobre la bandeja de la
impresora. Estaba frío y amargo, apuré
la taza y la dejé encima de la alfombrilla del ratón. Comprobé que las hojas se
hubieran impreso correctamente antes de cerrar el editor de textos. Ya sólo me
quedaba hacer una cosa. Me puse los zapatos y cogí la gabardina. Fuera hacía
frío, el invierno presentaba su tarjeta de visita. Segundos después volvía a entrar
en el apartamento a buscar el documento que había olvidado encima de la cama
mientras cogía la gabardina del armario. Mientras esperaba el ascensor noté un
cierto tufillo que se expandía por el rellano proveniente de la casa del
vecino. Salí a la calle y corrí como un loco, esquivando la gente, hasta llegar al
templo de Dios. Entré sin atreverme a tocar el agua bendita. Busqué un confesionario
y cuando lo encontré me arrodillé delante
de la rejilla que ocultaba al sacerdote que debía perdonarme.
“Padre, vengo a confesarme”
“Adelante hijo”
“He violado el quinto mandamiento”
“¿No matarás?”
“Sí, padre. Soy un asesino”
“Pero eso, ¿cuándo ha sido? ¿En esta ciudad?”
“Sí, padre. Aquí tengo las pruebas”
Entregué las hojas al sacerdote y esperé a que las leyera por encima.
“Pero hijo, esto es una novela”
“Sí, la he escrito yo. ¿Podré ser perdonado?”
“¿Pero por qué te he de perdonar? ¿Quién ha muerto?”
“Mi protagonista. Lo asesiné, lo estrangulé cuando faltaban dos hojas para acabar”
“Hijo, no te debes preocupar”
“¿Quiere decir que me podrá perdonar, padre?”
“Por supuesto, no hay ningún mal en matar un protagonista de una novela”
“Por favor padre, deme su perdón”
“Quedas perdonado del pecado de matar al protagonista de tu novela. Anda hijo, vete que hay gente esperando”
¡Qué liviano me sentía!, cual Dorian Gray que se exime de sus responsabilidades descargándolas en el corrupto y diabólico lienzo de su retrato. Por fin podría publicar aquella novela biográfica dedicada al vecino que no dejaba de molestarme con sus fiestas hasta altas horas de la noche. Ahora ya podría buscar una nueva víctima para mi próximo libro. Rápidamente me vino a la memoria aquel amigo de mi mujer que me caía tan mal …
“Padre, vengo a confesarme”
“Adelante hijo”
“He violado el quinto mandamiento”
“¿No matarás?”
“Sí, padre. Soy un asesino”
“Pero eso, ¿cuándo ha sido? ¿En esta ciudad?”
“Sí, padre. Aquí tengo las pruebas”
Entregué las hojas al sacerdote y esperé a que las leyera por encima.
“Pero hijo, esto es una novela”
“Sí, la he escrito yo. ¿Podré ser perdonado?”
“¿Pero por qué te he de perdonar? ¿Quién ha muerto?”
“Mi protagonista. Lo asesiné, lo estrangulé cuando faltaban dos hojas para acabar”
“Hijo, no te debes preocupar”
“¿Quiere decir que me podrá perdonar, padre?”
“Por supuesto, no hay ningún mal en matar un protagonista de una novela”
“Por favor padre, deme su perdón”
“Quedas perdonado del pecado de matar al protagonista de tu novela. Anda hijo, vete que hay gente esperando”
¡Qué liviano me sentía!, cual Dorian Gray que se exime de sus responsabilidades descargándolas en el corrupto y diabólico lienzo de su retrato. Por fin podría publicar aquella novela biográfica dedicada al vecino que no dejaba de molestarme con sus fiestas hasta altas horas de la noche. Ahora ya podría buscar una nueva víctima para mi próximo libro. Rápidamente me vino a la memoria aquel amigo de mi mujer que me caía tan mal …
3 comentaris:
Yo me pido una madre de cole que es lo peor de lo por!!
Enhorabuena Wambas!!!!!
Gracias Amparo. Una de las cosas que más me gusta de crear historias de ficción es que yo soy el puto amo del destino de mis actores (que por cierto, trataré el tema en otro relato haciendo un homenaje a Pérez Galdós; no recuerdo en que novela uno de sus actores se rebelaba contra su muerte). Besos
Muy bueno,Wambas. Como sigas tan prolífico, acabas con la superpoblación. Un abrazo.
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