dissabte, 1 d’octubre del 2016

La matanza de Ferraz

La líder de los rebeldes bajó de su caballo andaluz y se acercó hasta el derrotado general que le esperaba de rodillas y cabizbajo. Ella le rodeó situándose detrás suyo. No podía ser de otra manera, el golpe mortal debía ser ejecutado por la espalda. La verdugo desenvainó su espada corta y sin más preámbulos rajó la nuez de su gran rival lentamente, saboreando aquel momento tan esperado. La sangre roja saltaba de la garganta sesgada, salpicando a la flamante matriarca del ejército de la Rosa. Agarró la cabeza con sus dedos y la levantó para mostrarla a sus tropas, sin embargo el resultado de tal acción no fue el que ella esperaba. Los vencedores jalearon tímidamente. No había fuerzas para celebrar lo que no era ni siquiera una victoria. Muchos de ellos creían que la derrota de su enemigo era la propia. Es lo que tienen las guerras fraticidas. Pero ninguno de ellos se atrevió a decir nada.
El ejército superviviente abandonó el campo de batalla en una marcha lenta y triste. Atrás quedaban los cadáveres de los caídos. El cielo se llenó de pájaros que sobrevolaban en círculo aquel escenario dantesco. No tardaron en atreverse a bajar para darse un festín con la carne todavía fresca, con la sangre aún caliente. En aquel valle no había buitres, eran aves carroñeras de pluma blanca y pico afilado. Aves marinas que no hacían ascos a un banquete de muerte.
Mientras tanto, los vencedores marchaban derrotados por un valle de lágrimas. La líder, sobre su corcel andaluz, dirigía sus tropas hacia el palacio del Usurpador. Quería ofrecerle la cabeza de su gran enemigo a cambio de un pacto que permitiese a los poderosos de aquel país roto vivir en paz y seguir ganando dinero. Sin embargo, ya fuera por las heridas o por el peso de la conciencia, sus soldados desaparecían en un goteo continuo. Alguien dijo en voz baja que una manada de lobos de pelaje morado les seguía y diezmaba cada noche al ejército de la Rosa. Aquel susurro se expandió como una bomba entre todas las tropas minando todavía más el ánimo de los vencedores. Pero los oficiales del ejército no se enteraban de nada. Cuando se quisieron dar cuenta ya no quedaban tropas que dirigir, tan solo unos cuantos oficiales y una líder débil. 
Días después, mientas el Usurpador leía la prensa deportiva en su despacho, su secretario le daba la noticia de la muerte del último integrante del ejército de la Rosa. Para certificarlo le mostró a su jefe el contenido de dos bolsas. Una con la cabeza llena de gusanos del general de la Rosa, otra con la cabeza todavía caliente de su verdugo, la líder rebelde.

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